martes, mayo 22, 2007

En las montañas de la locura

Hay una parte de mi vida llena de baches, huecos que no termino de llenar. Y no es que realmente me moleste. O sí, no sé. A veces siento bronca de no poder atar algunos cabos, pero cuando intento forzarlo termino más confundida aún que antes.
Lo mejor es cuando los recuerdos vienen en forma de sueño, sin que los llame. Entonces no tengo que hacer esfuerzos, ni marearme con fechas, con horas, con lugares. Todo se presenta solo. Vívido. Molestamente vívido.
Y eso fue lo que me pasó anoche. Estuve un buen rato con los ojos bien abiertos en medio de la oscuridad antes de quedarme dormida. Sabía que iba a pasar eso antes de acostarme. Me resulta difícil dormir y sé cuándo me va a costar más de lo normal.
No sé cuál fue mi último pensamiento consciente, sólo sé que de repente estaba nuevamente ahí, unos cuantos años atrás, sentada fuera del consultorio, dando la espalda a la pared y la puerta escuchando mientras el médico hablaba con mi padre. No sé si el muy cerdo del primero ignoraba que yo lo escuchaba o si directamente no le importaba. Tampoco me importaba a mí.
Era marzo y las mañanas se sentían más frescas, aunque ya era casi mediodía. Tenía los dos pies apoyados en el piso, lo que no es normal en mí, y mis brazos caían sobre la falda. Ya sabía lo que iba a pasar. Lo hubiera sabido incluso aunque no hubiera escuchado al payaso de túnica hablando.
Mi padre salió del consultorio y me habló de forma dulce. No sé cómo me hubiera sentido yo en su lugar y a decir verdad prefiero no cuestionarme esas cosas.

-Necesito saber si cuento contigo. Sino, no importa cuánto trate de ayudarte, no va a servir de nada.
-Si, pero dame un rato. – le respondí-. Además prefiero ir sola y encontrarte allá.
-Bueno, además el trámite de admisión lleva unos minutos. ¿Querés que te lleve a casa para que juntes tus cosas?
-No, dejé la valija armada antes de venir. – Quedó mirándome, un poco extrañado.

Después caigo en una de mis lagunas. No sé dónde fui, sólo que caminé y que la luz del día era hermosa. Siempre me ha gustado andar por ahí en la calle, caminando sola. Pero en serio ese día la luz era hermosa.
Recuerdo que al llegar vi el auto de mi padre estacionado fuera de la clínica. Yo estaba llegando un poco más tarde de lo acordado, y sin embargo no me había sonado el celular ni una vez. Eso me gustó. Saber que para alguien valía lo que yo decía. Y había dicho que iba a ir, era suficiente para creerme.

La recepción era muy oscura, todo lo contrario a mi habitación, que tenía un enorme ventanal que me hacían tener abierto. Cuando entré por primera vez me sorprendí de ver que mi compañera de cuarto era una conocida. “Nadie está a salvo de la locura” dice una canción que conozco, aunque ya no creo que eso sea tan cierto.
Me hicieron dejar mi valija sobre la cama. Después entraron dos enfermeras, si es que eso eran, y sacaron todo lo que tenía adentro. Escribieron un inventario de la manera más desordenada que pudieron en un cuaderno y se quedaron con algunas cosas que no se me permitía tener conmigo. No recuerdo cuáles eran, pero sí sé que me sacaron el celular, y me dieron tanta bronca las dos gordas de zapatitos blancos que me puse a llorar como una niña. Ahora parece ridículo, lo último que quería era llamar o ser llamada. Pero en serio que en el momento me molestó como una patada en el culo. Me hizo acordar a una vez anterior, cuando en la seccional policial me sacaron los cordones de las zapatillas. No voy a ahondar en el tema porque no tengo ganas de hablar de eso. Sólo sé que estaba sola en la celda y era obvio que no iba a hacer nada malo con mis cordones, no era necesario que me los sacaran. Igual los azules me trataron muy bien, me dieron un libro para leer mientras estuve ahí y no dejaban de preguntarme todo el tiempo si quería que me trajeran algo. No sé para qué cuento esto.

La primera noche fue la más rara. No entendía mucho cómo se manejaban las cosas ahí adentro y nadie me explicó. Tampoco me interesaba como para preguntar. No tenía que acostarme temprano, eso me dejó tranquila porque no soporto tener que meterme en la cama sabiendo que no voy a dormir. Después de la cena uno hacía lo que quería hasta que a determinada hora, pasaba una de las gordas empujando un carrito lleno de vasos descartables con agua y la medicación de cada uno. Se suponía que esa noche iba a dormir como un ángel, cosa que claro, no pasó. A cada rato pasaba alguna deforme vestida de blanco a controlar que todos estuviéramos en nuestras camas. Abrían la puerta, miraban y a veces hasta prendían la luz. Si tenían ganas, incluso te tomaban la presión. ¿Cómo se les ocurre a los muy imbéciles que uno pueda dormir cuando le están encendiendo la luz cada una hora?

Después de un buen rato los controles iban cesando, y fue en medio de ese silencio que escuché unos gritos desgarradores. Era un hombre que pedía que no lo dejaran solo, que alguien fuera a verlo. Traté de acomodarme en la cama, para un lado, para otro, pero era imposible. Los gritos eran tan fuertes que me estaban enloqueciendo. Nadie le hacía caso.
Entonces me bajé de la cama, que era muy alta por cierto. ¿Por qué será que las camas de hospital son siempre tan altas? Caminé descalza hasta donde me llevaron los lamentos. Abrí la puerta y en la habitación había una sola cama. En ella, un chico de más o menos 23 años atado de pies y manos (aunque en ese momento sólo lo supuse) tapado por una colcha.

-Shhh! No me dejás dormir, ¿qué te pasa?
-No quiero estar acá solo. Quedate un rato hablándome.
-Me van a matar si me ven acá. Vos quedate callado y si mañana querés hablamos un rato.
-Nadie me escucha acá, no te vayas. ¿Cómo te llamas?
-Carla, ¿y vos?
-Javier. Quedate un rato.

Y si. Era Javier. Estaba internado por un problema de adicción a la cocaína. En plena etapa de abstinencia.
Tenía miedo de quedarse solo, y yo no podía dormir. Y a decir verdad también, pensaba en lo feo que es sentirse solo y que nadie quiera acompañarlo. Y no me quedé con él porque no tuviera algo mejor que hacer, tenía que dormir, que en definitiva era uno de los motivos por los que había sido llevada ahí. Pero de alguna forma lo entendía, y me sentía bien estando ahí.
Le costaba un poco hablar, arrastraba la lengua como si estuviera asquerosamente borracho, sólo que no lo estaba. Me pidió que lo tapara porque tenía frío y nos pusimos a hablar. Y a partir de ahí hablábamos todas las noches hasta que me daba sueño, o a él. Nunca recibía visitas y nadie lo llamaba. Le pedía a los padres que fueran a verlo, pero nunca vi a nadie visitarlo en aquel lugar.
Yo había calculado el horario de los controles, para no meterme en líos, así que a algunas horas volvía a mi cuarto para pasar por dormida. A veces me pedía que le leyera las cartas que una amiga le mandaba desde Argentina, no se cansaba de oírlas. Otras veces sólo lo escuchaba, o él me escuchaba a mí. Alguna noche sólo me pidió que le tomara la mano. Cuando no teníamos ganas de hablar, yo llevaba el único libro que tenía conmigo para leerle. “En las montañas de la locura” de Lovecraft. Muy apropiado.
Estaba contento el día que me fui, aunque no iba a tener quién le leyera por la noche. Igual tampoco lo necesitaba. Me anotó en un papelito su número de teléfono y me pidió que lo llamara para contarle cómo estaba. Nunca lo hice. No por indiferente. Sólo que algunas cosas mejor dejarlas ahí. Y ambos íbamos a estar bien.

Casi un año después me lo encontré en el aeropuerto. Yo me iba de viaje y él estaba despidiendo a alguien. Nunca pensé que me recordara, y lo vi tan bien, que me pareció ridículo decirle algo. Entonces lo vi acercarse a mí, y me dio un beso en la frente. Lo único que le escuché decirme fue “gracias” y yo, con un nudo en la garganta vaya uno a saber por qué, sólo pude sonreírle.
Mi avión esperaba.



P.D.: Gracias a vos nene. A veces pienso en aquellas noches...