martes, mayo 01, 2007

En el día del trabajador

Abro el grifo y me salpico con las primeras gotitas frías que rebotan contra el piso. Escena ideal para despertarse de golpe, aunque enseguida me siento reconfortada por el agua caliente que me abraza. Nada mejor que una ducha tibia para empezar un día, que me agarra completamente desorientada especialmente luego del fin de semana. Después viene todo el ritual de la ropa, del secador de pelo, de la plancha para el mismo... Reviso la cartera, tengo todo lo que necesito, la agenda a veces se queda en casa, cuando sé que no voy a necesitarla. Antes de abrir la puerta, me meto en mi mundo musical, nada tranqui, a la mañana tiene que tener toda la fuerza para barrer con lo que me pueda quedar de sueño. Abro abajo, después arriba, código de la alarma ****, primer pitido, salgo mientras escucho el segundo y golpeo la puerta, cerradura de arriba, cerradura de abajo (sí, cuando estoy afuera lo hago al revés) y el tercer pitido anuncia que se activó el sistema seguido de unos cuantos sonidos que todavía no me detuve a contar. Subo el volumen y camino, me cruzo con un vecino al que veo mover los labios y le devuelvo un saludo, supongo que eso habrá sido. Llego a la parada y me pregunto si habré recordado apagar la plancha, claro que la apagué, ¿o el recuerdo que tengo será de cuando la apagué ayer?... no importa. Ya no puedo volver. Siento un rugido en la panza y me arrepiento de no haber desayunado, lo mismo de lo que me arrepiento todas las mañanas. Igual siempre me puedo comprar un capuccino de camino al trabajo.
El viaje es corto, a veces quisiera que fuera más largo para escuchar mas música. Bajo en mi parada de Uruguay y Ejido y subo por esta última cruzándome con las mismas caras todas las mañanas. Trece son, si no me equivoco, las cuadras que me separan de la parada a la empresa y recorrerlas de lunes a viernes me ha permitido ganar el saludo de unas cuantas de esas caras: una señora que cuida coches, el dueño de un kiosco de revistas al que le compro los chicles, el empleado del almacén donde adquiero mi tan importante sobre de capuccino (sería más facil comprar la caja entera, pero perdería lo pintoresco), una mujer que pasea un perro negro diminuto, el dueño de una mueblería que sé me mira el culo cada vez que paso, un señor mayor que tiene una florería en la que paro a jugar con sus dos perritas cada vez que el semáforo es mi cómplice, y un chico que hace más de un año y medio me mantiene la mirada pero nunca me saludó... yo lo miro porque me resulta conocido, creo que es de un noticiero, y todas las mañanas me digo que le voy a hablar para sacarme la duda aunque no lo hago.

Llego a mi destino, encuentro a una de las chicas del mantenimiento fregando las letras de bronce que componen el nombre. Saludo a los porteros y me miro al espejo mientras llamo el ascensor sin pensarlo. Cae más gente y pienso cuántos chicos lindos en un solo edificio. Somos muchas las que tenemos incrédulas el mismo pensamiento. Se corre la puerta de uno de los dos ascensores y entramos luego de darnos los buenos días, ya nadie pregunta a qué piso. Nos conocemos todos. Yo me bajo en el quinto.

A partir de ahí cambia el ritmo. Desayuno, recorrida por los diarios, abro el outlook (debería hacerlo antes que nada), saludos, gente que va, gente que viene, problemas, soluciones, horas que se pasan, risas, por suerte muchas risas, y sobre todo, vos presente en mi cabeza.

Hay gente que dice que la rutina mata.
Las mías por suerte, tienen mucho de alegría.



Estas son las dos perritas que acoso en la florería, la foto fue sacada con el celular una de esas tantas mañanas.. no son de postal?